jueves, 1 de junio de 2017



1. LA ARQUITECTURA BARROCA ESPAÑOLA.


Las ciudades españolas del Barroco son esencialmente conventuales. Las fundaciones monásticas masculinas y los cenobios de clausura femeninos, ubicados en el interior del casco urbano, con sus iglesias, claustros, huertos y dependencias anejas, ocupan un tercio de suelo edificable. Esta posesión del territorio por las órdenes religiosas podría parecer lógica en Sevilla, monopolio del tráfico ultramarino, pues en las expediciones de la flota atlántica que zarpaban del Guadalquivir debía embarcarse un contingente de misioneros para conquistar espiritualmente las Indias. Todas las comunidades porfían entre sí y, ante la necesidad de albergar a la población flotante de frailes que llega a Sevilla procedente de toda España, a la espera de que los oficiales de la Casa de la Contratación les expidan el pasaje para ir a América, se vieron obligadas a aumentar el censo de casas. Pero la capital hispalense no fue un ejemplo excepcional: los 73 conventos sevillanos eran seguidos por los 57 de Madrid, y una ciudad relativamente pequeña como Segovia contaba con 24.

Consecuentemente, muchos de los arquitectos del siglo XVII van a ser frailes profesos de las órdenes. Los carmelitas cuentan con fray Alberto de la Madre de Dios, los agustinos con fray Lorenzo de San Nicolás y los jesuitas con los discípulos del padre Bartolomé de Bustamante: los hermanos Pedro Sánchez y Francisco Bautista.

Las plantas que conciben estos tracistas religiosos para favorecer el culto, la predicación y la administración de los sacramentos no son originales; procedían del siglo anterior y se acomodan a los llamados modelos de salón y de cajón, por su estructura regular, carente del alabeo de muros que Bernini y Borromini habían impuesto a sus creaciones romanas.

El tipo de “salón”, propio de Castilla, responde al templo cruciforme, con una única y amplia nave, y capillas laterales entre contrafuertes interiores. Andalucía, en cambio, impone el “cajón”, consistente en un rectángulo perimetral. Ambas soluciones dejan paso a una descollante capilla mayor, visible desde todas partes del templo.

La sobriedad escurialense de estos edificios, de proporciones cúbicas y escasa altura, se proyecta también en las fachadas. La del convento de San José, de Ávila, realizada en 1608 por Francisco de Mora, y la del monasterio de La Encarnación, de Madrid, diseñada en 1611 por fray Alberto de la Madre de Dios, van a servir de patrón universal para toda España.

 


Tónica general de la arquitectura es la pobreza constructiva, visible en la utilización casi exclusiva del ladrillo y en las falsas cúpulas de la meseta castellana, denominadas “encamonadas”, que ofrecían la ventaja económica de fabricarse con madera y yeso. Ahora bien, la sencillez externa dejará paso durante el último tercio del siglo XVII y la primera mitad del XVIII a una deslumbrante decoración interior. Las iglesias aparecen brillante y teatralmente revestidas de espumosas yeserías, coloristas cuadros de altar y refulgentes retablos dorados, que impactaban mental y sensorialmente a los fieles. Esta corriente ornamentista recibirá el adjetivo de “castiza” frente a los palacios cortesanos borbónicos, de influencia francesa e italiana, que se construyen en Madrid, Aranjuez y La Granja.

Surge entonces una nómina excepcional de arquitectos y entalladores “casticistas”:


ARQUITECTO
LUGAR
Pedro de Ribera
Madrid
Fernando de Casas Novoa
Santiago de Compostela
Jaime Bort
Murcia
Francisco Hurtado Izquierdo
Córdoba y Granada
Dinastía de los Churriguera
Salamanca
Dinastía de los Figueroa
Sevilla
Dinastía de los Tomé
Toledo















Todos fueron dueños de un exultante repertorio ornamental, traducido en las aparatosas portadas, que se conciben como retablos en piedra, los cuales rivalizan con las grandes obras de madera dorada y policromada que se alzan en los presbiterios. Esta “máscara” decorativa, que velaba el rostro de la arquitectura, ha sido interpretada como una estrategia política para ocultar a las clases populares la postración política y económica en que se hallaba sumido el país, manteniendo con este disfraz ornamental la ilusión de continuar viviendo la gloria de tiempos pasados.

Complemento de la arquitectura van a ser las transformaciones urbanísticas que experimentaban las ciudades españolas. Los ayuntamientos promulgan “ordenanzas municipales” que velan por el ensanche y el alineamiento de las calles, la pavimentación del viario y el saneamiento del alcantarillado. Pero el ennoblecimiento urbano sólo alcanzará su plenitud con la apertura, en el corazón del caserío, de la emblemática Plaza Mayor. Un espacio publico de estructura rectangular, con soportales para resguardar de las inclemencias a comerciantes y compradores.



 











Los edificios de la Plaza Mayor son de tres plantas, con alzado uniforme y balcones de hierro, que los convierte en palcos para presenciar los espectáculos civiles y religiosos que se celebran en su ámbito durante las fiestas: corridas de toros, autos de fe, ajusticiamientos, proclamaciones reales y regocijos por la boda del monarca y el bautizo del príncipe heredero, la canonización del santo patrón y las victorias militares, aparte de estacionar anualmente las procesiones de Semana Santa y la eucaristía del Corpus.

La primera plaza mayor que responde a estas características es la de Madrid, construida en 1619 por Juan Gómez de Mora. A su imagen y semejanza se levantarán otras en el territorio nacional y en los virreinatos americanos, cerrándose el ciclo barroco con la esplendida de Salamanca, encargada en 1728 a Alberto de Churriguera e inaugurada sesenta años después.


 


2. LA GRAN ÉPOCA DE LA IMAGINERÍA ESPAÑOLA.



La escultura española del Barroco se nutrió de su propia sustancia, al vivir en un aislamiento voluntario, de espaldas a modelos y técnicas extranjeras. Utilizó como material predilecto la madera, que reviste de fulgurante policromía. Pinos castellanos de Soria y andaluces de la serranía jienense de Segura, nogales asturianos y tejos navarros, cedro y caoba americana, importada de La Habana en la “Carrera de Indias”, van a ser utilizados para fabricar retablos y pasos procesionales: dos géneros típicamente hispanos.

El retablo barroco es una estructura arquitectónica fragmentada en pisos horizontales por entablamentos y en calles verticales, por columnas de fuste liso, salomónicas o estípites, que decoran como un gran telón escénico la mesa de altar. Pero, además, es un instrumento pedagógico de la liturgia católica y como tal, tiene la misión de narrar a través de imágenes y relieves los principales acontecimientos de catolicismo. Esta misión catequética a través del arte va a tener su complemento los días de la Semana Santa, cuando las ciudades españolas se convierten en un inmenso templo y los pasos, en imágenes itinerantes.



Los dirigentes barrocos parten del convencimiento absoluto de que el paso procesional que sacan las cofradías penitenciales a la calle buscando el encuentro con el fiel que no entra en la iglesia, con figuras en permanente movimiento que catan la atención del espectador y le transmiten a necesaria confianza que se ha de tener hacia los seres celestiales, es el mejor vehiculo para enseñar ortodoxamente el drama del Calvario a una población iletrada. También están persuadidos de que resulta mucho mas fácil educar a través de la emoción y de los sentidos, que por a vía de a razón. Y para asegurarse el triunfo, exigieron a los imagineros un lenguaje claro, sencillo, fácilmente comprensible, y una interpretación realista, de modo que los fieles se estremeciesen ante la angustia de María, se indignasen con los sayones que azotan a Jesús y se sobrecogiesen con los Nazarenos y Cristos expirantes.

 


La identificación llego a ser tan grande que las imágenes sagradas adoptaron variantes regionales, condicionadas por el carácter de sus habitantes y por el rigor del clima.

La austeridad castellana y la dureza de la meseta forjaron una topología de crucificados patéticos y llagados, que exhiben en sus carnes el dramático suplicio de la pasión, y de Vírgenes maduras transidas de dolor. Castilla pone su acento recio en las imágenes, pensando en herir con violencia a la primera impresión.
 
Por el contrario, en Andalucía y Murcia donde la primavera ha estallado y el aire templado perfuma el ambiente de abril, surgen Cristos apolíneos y Vírgenes adolescentes, y se omite la sangre porque repugna a la sensibilidad mediterránea. El gusto por lo aparente se traduce en el fastuoso aderezo que envuelve a Nazarenos y Dolorosas, lo que explica la abundancia de maniquíes articulados de vestir, que no tienen de humano más que la mascarilla del rostro,  las manos y los pies, supliendo las carencias de talla con un deslumbrante ajuar de túnicas, sayas y mantos bordados, potencias y coronas de oro. Los encargados de aplicar estos complementos son los “vestidores” y “camareros”, que cumplen en las imágenes de candelero a misma función que los policromados en las figuras de talla completa.
 
Los murcianos agregan, además, los típicos productos de la huerta, servidos en vajilla y cristalería, componiendo en sabroso bodegón en el paso de La Cena, de Salzillo.

A su vez, la escuela andaluza ofrece novedades en su vertiente occidental y oriental. En Sevilla prima el carácter clásico y el amor por la belleza, mientras en Granada gusta lo pequeño y preciosista. Dos Inmaculadas: “La cieguecita” sevillana de Montañés, de tamaño natural, y la Concepción granadina de Alonso Cano, abreviada en formato reducido, son ejemplos llamativos de ambas preferencias.

 

2.1. LA ESCUELA CASTELLANA: GREGORIO FERNÁNDEZ


Gregorio Fernández [Sarriá (Lugo), 1576- Valladolid, 1636] es el mayor maestro indiscutible del barroco castellano. En su producción se advierten dos etapas: una fase manierista, que alcanza hasta 1616; y un período de madurez, donde afianza el naturalismo.

Sus obras, de talla completa y bulto redondo, están teñidas de patetismo, caracterizándose en su etapa de esplendor por el modelado blando del desnudo y la rigidez metálica de los ropajes. Son telas pesadas, que se quiebran en pliegues geométricos, recordando el arte hispanoflamenco. Paños artificiosos, que contrarresta con los postizos realistas que aplica a sus imágenes: ojos de cristal, dientes de marfil, uñas de asta y grumos de corcho para dar volumen a los coágulos de sangre.

La actividad de su taller y el prestigio de su estilo proyecto su influencia por el norte y el oeste español: desde La Rioja al País Vasconavarro, y desde León hasta Cáceres. Trabajó para iglesias diocesanas, las cofradías penitenciales, la nobleza y el rey, estimándolo Felipe IV como el “escultor de mayor primor que ay en estos mis Reynos”. Pero sus mejores clientes fueron las órdenes religiosas, construyendo retablos para los cartujos, cistercienses, franciscanos, carmelitas y jesuitas, a quienes labra también sus santos titulares: San Bruno, San Bernardo, San Francisco, Santa Teresa y los héroes de la Compañía, el legislador San Ignacio y el misionero San Francisco Javier.

Como creador de tipos icnográficos, dio forma definitiva en Castilla al modelo de la Inmaculada y la de la Virgen de la Piedad. Aunque las novedades que le reportaron fama y estima popular fueron sus interpretaciones pasionistas: el Flagelado, atado a una columna baja y troncocónica, y el Yacente, que reclina la cabeza encima de una almohada y reposa extendido sobre la sábana. Una leyenda vallisoletana, transmitida con fervor generación en generación, sostiene que, en 1619, una vez concluido el Cristo atado a la columna, bajó Jesús a su taller para preguntarle donde se había inspirado, a lo que el imaginero respondió: “Señor, en mi corazón”. En cuanto a su famoso Yacente, baste decir que fue regalado por el monarca en 1614 con el propósito de que los religiosos se convirtieran en directores espirituales del Real Sitio. Su belleza puso en circulación otra leyenda, según la cual Fernández habría exclamado: “El cuerpo lo he hecho yo; ero la cabeza solo la podido hacer Dios”.

De sus celebres pasos procesionales, ninguno se conserva íntegro. El más alabado es el del Descendimiento, de la iglesia penitencial de la Vera Cruz, de Valladolid. Fue contratado en 1623 y consta de siete figuras vestidas a la moda del siglo XVII, con el propósito de que la escenografía sacra fuera mas fácilmente comprendida por los fieles.


 



2.3. LA ESCUELA ANDALUZA: JUAN MARTÍNEZ MONTAÑÉS Y JUAN DE MESA EN SEVILLA; ALONSO CANO EN GRANADA.

Juan Martínez Montañés es el imaginero español que gozó de mayor fama y respeto popular entre sus contemporáneos. Los sevillanos, en vida del artista, lo denominaban “el dios de la madera” y los madrileños “el Lisipo andaluz”. Su gran amigo y policromador de sus obras, el pintor, tratadista e influyentisimo iconologo al servicio del Santo Oficio hispalense, Francisco Pacheco, llegó a decir: “estoy persuadido que es hombre como los demás”, dado que el virtuosismo técnico que confirió a sus imágenes y el dominio con que pulsó la fibra del populismo habían puesto en tela de juicio su carácter mortal.

Artista precoz, se forma en Granada en el taller de Pablo de Rojas, pasando muy joven a Sevilla, donde a los diecinueve años adquiere el titulo de “maestro escultor”. Ya no abandonará esta ciudad, salvo una estancia en la Corte, donde acude en 1635, convocado por Velázquez, para modelar en barro el retrato de Felipe IV, con destino a la estatua ecuestre del monarca que fundirá en Florencia Pietro Tacca y actualmente centra la Plaza de Oriente de Madrid. Su estilo es clásico e idealizado, propio del manierismo, a cuyos postulados jamás renunció. Construyó retablos e imágenes para España y las Indias.

Como retablista se muestra un ferviente partidario de las estructuras arquitectónicas claras, gobernadas por el orden corintio y decoradas con ángeles y elementos vegetales. Tres tipos destacan en su repertorio: retablos mayores de composición rectangular, con grandes cajas para empotrar relieves e imágenes, como el de San Isidoro del Campo, en Santiponce, San Miguel, de Jerez de la Frontera, y Santa Clara, de Sevilla; arcos de triunfo, según se observa en el dedicado a San Juan Bautista, para las monjas hispalenses del Socorro; y tabernáculos-hornacinas, entre los que sobresale el de la Cieguita, en la catedral de Sevilla.

En el campo de la escultura devocional y piadosa definió los modelos del Niño Jesús y de la Inmaculada. En 1606 fundía la ternura con la gracia inocente, consiguiendo en el Niño Jesús del Sagrario sevillano su éxito mas clamoroso, el que le marcaría el resto de su vida y habría de convertirse en su obra mas repetida y universal, a juzgar por el gran numero de copias en talla y vaciados en plomo que se hicieron para subvenir su demanda en España e Hispanoamérica.

A la Purísima la concibe como una Virgen niña, que junta las manos en actitud de orar y descansa sobre una peana de querubines, guardando una composición trapezoidal. Su obra maestra es “La cieguita”, así llamada popularmente por tener la mirada baja y los ojos entornados.

El orgullo y la inmodestia de Montañés llegan a la cima cuando labra las imágenes de la Pasión. En 1602 había realizado el Cristo del Auxilio, de la Merced, de Lima, y un año después, cuando contrata el Cristo de la Clemencia, de catedral sevillana. El nazareno de Jesús de la Pasión, concluido hacia 1615 para la cofradía de su mismo nombre, es su única talla procesional.

 


  


Oficial de Montañés fue Juan de Mesa, cuya gran aportación a la escultura andaluza de su tiempo es haber introducido el naturalismo en los ambientes clásicos donde se formó. Consultaba el natural y estudiaba los cadáveres, imprimiendo a sus crucificados los signos de la muerte. Este dramatismo, suave en comparación con lo castellano, pero agrio con respecto a la idealización de las tallas montañesinas, ha llevado a la critica moderna a denominarlo “el imaginero del dolor”.

A la ejecución esmerada de sus obras y a su comprensión inmediata por el pueblo, Mesa agregaba pocas exigencias en el precio. Quizás su fama de barato contribuyó también a que se convirtiera en el artista predilecto de las cofradías sevillanas. Y a expensas de las hermandades penitenciales acuñó los tipos procesionales del Crucificado y Nazareno, que a Contrarreforma y el arte hispalense hicieron suyos, hasta el punto de que se siguen copiando en la actualidad, sin apenas cambios. Sus grandes interpretaciones cristiferas aparecen firmadas con el detalle realista de una espina perforando la oreja y la ceja de Jesús.

La serie de crucificados que labró se abre con el Cristo del Amor, el más patético de su catalogo artístico, cuyo expresivísimo ira atemperando en obras sucesivas: el Cristo de la Conversión del Buen Ladrón y el Cristo de la Buena Muerte. La impresión de serenidad que causó esa última obra en los medios artísticos sevillanos fue tan favorable que sus contemporáneos lo tomaron de modelo para encargarle futuras réplicas. Pero Mesa no se adocena y, lejos de tipificar sus creaciones icnográficas, realizaba en 1622 su obra más personal y también su crucificado más perfecto. Se trata del Cristo de la Agonía, encomendado por el vasco Juan Pérez de Irazabal y venerado en la parroquia guipuzcoana de San Pedro, en Vergara: un cristo de grandes contrastes, entre la vida y la muerte, ente la tierra y e cielo elevándose: esta casi resucitado sin pasar por el sepulcro. En la cumbre de su fama se propone atender el siempre atrayente mercado americano, embarcando con destino al virreinato del Perú los cristos de las iglesias limeñas de San Pedro y Santa Catalina.

Simultáneamente, Mesa abordaba en 1620 la que sería y es aun su imagen devocional más famosa y respetada: el imponente Jesús del Gran Poder. Un corpulento nazareno con la cruz al hombro, captado en e momento de dar una potente zancada y concebido para ser vestido con túnica de tela. En su corta y brillante carrera profesional talló santos y vírgenes, siendo su ultimo trabajo Nuestra Señora de las Angustias, de la iglesia cordobesa se San Pedro, en la que trabajó hasta momentos antes de su muerte, según declara en el testamento.

  

  






De todos los artistas españoles del Siglo de Oro, Alonso Cano es el único que se aproximó al ideal polifacético del genio universal. Fue arquitecto, escultor, pintor, dibujante excepcional y diseñador de mobiliario litúrgico: retablos, sillerías corales y lamparas de iglesia. Su perfil biográfico y artístico se desarrolla en tres etapas, que coinciden con las estancias prolongadas que pasó en Sevilla, Madrid y Granada.

Hijo de un discreto retablista que se desplaza desde Granada a Sevilla en busca de mejores horizontes profesionales, el joven Cano pasa su adolescencia en la capital hispalense, donde cursa el aprendizaje en el taller pictórico de Francisco Pacheco, siendo condiscípulo de Velázquez. Paralelamente, desarrolla su formación escultórica en los círculos de Martínez Montañés. En 1629 realiza el colosal y revolucionario retablo de Santa María, de Lebrija, cuya imagen titular, la Virgen de la Oliva, majestuosa y hierática, inicia la serie de creaciones marianas, con silueta fusiforme, tan características del maestro y tan distintas en su composición de las trapezoidales de Montañés.

En 1638 viaja a Madrid, incorporándose al séquito del conde-duque de Olivares, como “ayudante de cámara”. Su actividad en la Corte fue esencialmente pictórica; aún así, realizó algunas piezas escultóricas, como el conmovedor y primoroso Niño Jesús de Pasión para la Cofradía de San Fermín de los Navarros, que representa a un nazarenito camino del Calvario con la cruz a cuestas, el cual contrae sus suaves facciones en un rictus de sufrimiento. Esta etapa madrileña se vio enturbiada por dos hechos dramáticos: la caída de su protector Olivares y el asesinato de su esposa, una joven de veinticinco años, que murió en la cama victima de quince puñaladas. El criminal era un aprendiz del artista, del que se encontraron trozos de cabello en las manos de la difunta, lo que probaba la lucha agónica que sufrió. La Inquisición sometió a tortura a Cano, denunciándolo como instigador, al alegar las discusiones de la pareja por la infidelidad del marido. Finalmente, se le declaro inocente y fue puesto en libertad.

En 1652 decide recibir órdenes sagradas y se traslada a Granada para ocupar una plaza de prebendado en el cabildo de su catedral. Son sus años gloriosos como escultor. El convento del Ángel Custodio le encarga las imágenes de tamaño mayor que el natural, de San José con el Niño, San Antonio de Padua y San Diego de Alcalá; y la catedral, los bustos de Adán y Eva.  Pero serán las figuras de pequeño formato, donde lo bello se transforma en bonito, las que le dan fama posterior: la dulce Inmaculada, realizada en 1656 para rematar el facistol del coro catedralicio, pero, al verla los canónigos, la consideran tan preciosa que deciden trasladarla a la Sacristía para que pueda ser contemplada; y la Virgen de Belén, que reemplazó en el coro a la anterior. A esta escala pertenecen también los santos limosneros, que eligieron la humildad frente al orgullo del siglo: el lego franciscano San Diego de Alcalá y el hospitalario San Juan de Dios. Son estatuillas destinadas a la devoción domestica, apropiadas para ser disfrutadas de cerca y en intimidad. Su exquisita tecnica aparece reflejada en la rica policromía que Cano, como pintor, aplicaba personalmente, inspirando la delicadeza y ternura.

De estas pequeñas imágenes, la única firmada es el San Antonio de Padua con el Niño Jesús, de la iglesia de San Nicolás de Murcia, que resume admirablemente las claves estéticas de Cano como escultor: serenidad y gracia frente al escándalo y al carácter violento que presidió su existencia; y equilibrio mensurado de las formas, propias del Renacimiento, frente al dinamismo barroco, al que voluntariamente el artista renunció.


  



2.4. LA ESCUELA MURCIANA: FRANCISCO SALZILLO.


Francisco Salzillo es el mejor imaginero levantino y el artista más fervoroso de todo el siglo XVIII español. Su profunda religiosidad viene avalada por el noviciado que cursa con los dominicos, su vida cristiana de practicante activo  y la sentida devoción popular que provocan sus obras.

Se forma con su padre, el escultor napolitano Nicolás Salzillo, cuyo taller hereda, en 1727. De éste adquiere el encanto del sur de Italia, que funde en sus tallas con el naturalismo de los imagineros andaluces del Barroco. El resultado son figuras movidas y expresivas, dotadas de infinita gracia, con carnes aporcelanadas y brillantemente estofadas, que pregonan la estética rococó.

La producción de su taller, en el que intervinieron sus hermanos y un gran numero de aprendices, fue cuantiosa, citando Ceán Bermúdez de 1792 obras. Tocó todos los géneros, pero su éxito descansa en la esplendida serie de pasos procesionales y en su castizo Belén.

Como autor de conjuntos procesionales se muestra un hábil escenógrafo en la composición, agrupando imágenes de talla con otras de vestir. En 1752, don Joaquín Riquelme, mayordomo de la Cofradía murciana de Jesús Nazareno, le encarga los pasos de La Caída y La Oración en el Huerto; este último misterio es su obra más famosa y el ángel que reconforta a Cristo La imagen más ensalzada. Posteriormente, y con destino a la misma Cofradía, realiza en 1763 La Cena y El Prendimiento, y en 1777, Los Azotes. Los pueblos limítrofes reclaman su arte y Salzillo repetirá los modelos de la capital para las hermandades de Cartagena, Mula y Librilla. La versatilidad del maestro en el campo de la imaginería procesional se manifiesta también en los pasos de una sola figura: La Verónica, labrada en 1755; y el San Juan y la Dolorosa, estrenados en 1756. El San Juan, de talla completa y gallarda apostura, es su mejor logro; la Dolorosa es imagen de vestir, que cifra en sus delicadas facciones el canon de belleza de la mujer murciana.

La tradición del pesebre, portal o nacimiento se remonta a la Edad Media, pero en el siglo XVIII cobra en Nápoles un interés excepcional. Cuando Carlos III viene de esta ciudad italiana a Madrid para ser nombrado rey de España, se convierte en el principal agente de la introducción del belén en nuestro país; y Salzillo, hijo de un napolitano, en un reputado especialista. Don Jesualdo Riquelme, hijo del mayordomo que le encargó los pasos de la Cofradía de Jesús, se solicita un monumental belén para instalarlo durante la Navidad en el piso bajo de su casa. Salzillo modela 728 figurillas en barro, de las que 456 son personajes y es resto, animales, componiendo escenas evangélicas por las que desfilan sus vecinos murcianos, ataviados a la usanza de la época, atareados en sus faenas o divirtiéndose por la llegada de Dios recién nacido.


 


3. LA PINTURA BARROCA ESPAÑOLA.
   

Frente a la imaginería policromada del Barroco, ensimismada en la tradición nacional, la pintura y los pintores españoles de esta época muestran una gran permeabilidad hacia la iluminación, el color, la técnica y los modelos extranjeros. Italia y Flandes constituyen, durante el siglo XVII, el espejo donde el artista hispano se va a reflejar. Y las novedades de estas escuelas europeas van a ser puntualmente conocidas mediante tres vías de penetración: el viaje que los pintores españoles rinden a Italia, la emigración de pintores italianos y flamencos a España, y la compra de cuadros en el mercado del arte.

Grandes lotes arribaban a la Corte para incorporarse a la riquísima colección que vienen formando los Austrias, por lo que una visita de los periféricos al Alcázar Real de Madrid, al palacio del Buen Retiro o al monasterio de El Escorial les ponía al corriente de la actualidad pictórica sen necesidad de salir de España; los nobles emulan a la Corona y, cuando son destacados como virreyes, gobernadores o embajadores en Nápoles, Milán, Roma o los Países Bajos, encargan lienzos a los maestros locales, que luego remiten a sus palacios y fundaciones conventuales. Por su parte, los comerciantes de Génova y Amberes introdujeron a través del puerto sevillano cuadros que eran adquiridos por galeristas particulares y mazos de estampas grabadas, donde los pintores encontraron fuente de inspiración para sus composiciones.

Dos corrientes van a imponerse en el llamado “Siglo de Oro” de la pintura española, que vienen a coincidir con las dos mitades de la centuria. En la primera mitad del XVII, la moda viene marcada por el naturalismo tenebrista. Los pintores imitan al Caravaggio, copiando modelos del natural e iluminándolos con fuertes contrastes claroscuros.

Pero alrededor de 1650, las modas cambian y se impone el gusto flamenco, aparatoso y vibrante de Rubens. Ahora bien, el rico colorido y las composiciones teatrales flamencas se funden con la pincelada deshecha y suelta, de técnica preimpresionista, que impuso Tiziano durante su vejez, junto con los fulgurantes contraluces venecianos, que serán utilizadísimos en los “rompimientos de gloria” de la pintura devota. Los historiadores han denominado a esta síntesis el realismo barroco.

La Iglesia sigue siendo el principal cliente. Dentro de los géneros religiosos, destacan las monumentales series monásticas que encargan las órdenes religiosas para decorar los claustros de los conventos, los templos y las sacristías. Continúa la esplendida tradición hispana del retablo de casillero, con cajas para albergar lienzos que representan la vida de Cristo, la Virgen y los santos; y surge en las capillas laterales el “gran cuadro de altar”, que ocupa todo el testero, en un intento por reducir a un episodio único la vida del héroe cristiano. En los oratorios privados y en las viviendas domesticas triunfa el cuadro piadoso, con la imagen del santo titular del propietario o la advocación de sus afectos.

En comparación, la pintura mitológica apenas tuvo incidencia, salvo los encargos que hacen el rey y los aristócratas para decorar determinadas estancias de sus palacios, como pabellones de caza y bibliotecas. Los géneros profanos que gozan de mayor éxito serán el retrato y el bodegón.

  



    1. EL NATURALISMO TENEBRISTA: RIBERA Y ZURBARÁN.


José Ribera, conocido en Italia con el apodo del “Spagnoletto”, debido a su pequeña estatura, es una figura estelar de la pintura barroca europea. Contribuyó a forjar la gran escuela napolitana, que le reconoció como su maestro indiscutible; y sus obras, enviadas a España desde fecha muy temprana, alertaron en técnica y modelos icnográficos a los pintores locales.

Consta que en 1611 estaba en Parma y, en 1613, en Roma, donde entra en contacto con los discípulos directos de Caravaggio. Tres años después fija su residencia en Nápoles, que ya nunca abandonará.

Su estilo variará desde el naturalismo tenebrista caravaggiesco hacia posiciones propias, donde sintetiza su idiosincrasia mediterránea con el color y la luz de Tiziano y de Rubens.

Los principales clientes serán las instituciones religiosas napolitanas y los virreyes españoles, que le protegen. Para el Duque de Osuna pinta El martirio de San Bartolomé, San Jerónimo, San Pedro penitente, San Sebastián y el gran Calvario, que, a la muerte del virrey en 1627, su viuda regalará a la Colegiata sevillana de Osuna, donde se encuentran hoy día. Para su sucesor, el duque de Alcalá, realizará La mujer barbuda. Se trata del retrato de Magdalena Ventura, a quien de improviso le creció la barba; está acompañada de un hijo, al que amamanta, y de su esposo, que contempla con resignada amargura el prodigio de la naturaleza que le ha tocado en suerte padecer. Paralelamente, graba sus composiciones y estampa una cartilla pedagógica con estudios de las partes del rostro humano.

En 1635, bajo el virreinato del Conde de Monterrey, Ribera abandona el tenebrismo, aclara la luz y se convierte en un colorista excepcional. De este año es su resplandeciente Inmaculada, que el virrey destina al retablo mayor del monasterio de agustinas de Monterrey, en Salamanca, donde decide recibir sepultura. Esta imagen renovará el tema iconográfico de la Concepción en España e influirá sobre las Purísimas de Murillo.

Otra fecha singular en la producción de Ribera es 1637, en la que firma un conjunto espectacular de lienzos, en los que simultanea los temas mitológicos, como Apolo desollando a Marsias, con asuntos bíblicos, como La bendición de Isaac a Jacob (Museo del Prado, Madrid),  y emprende la decoración de la cartuja napolitana de San Martino: para la Sacristía del cenobio pinta La Piedad, en la nave de la iglesia desarrolla un ciclo de Profetas y Apóstoles, firmada en 1651.

Entre tanto, envía obras para las colecciones reales: El sueño de Jacob y El martirio de San Felipe, fechadas en 1639 y conservadas en el Prado; los canónigos de la catedral de Nápoles le encargan El milagro de San Genaro, para la capilla del Tesoro, que entrega en 1646; y dos años después, tras la sublevación popular del pescador Massaniello contra el dominio español, pintaba el Retrato ecuestre de don Juan de Austria, (Palacio Real, Madrid), que había sofocado traumáticamente el alzamiento, poniendo un ricus de amargura al pacifico entendimiento entre el “Spagnoletto” y sus convecinos napolitanos.


 


   



 












Francisco de Zurbarán es el prototipo de pintor español que transmite a sus lienzos el mismo amor por los objetos cercanos e idéntica confianza en los seres celestiales, que los imagineros plasmaban en relieves y pasos procesionales. Por técnica y espíritu fue un “escultor de la pintura”; evidencias que se hacen notables en su celebérrimo Crucificado, de la sacristía del convento sevillano de San Pablo (Art Institute, Chicago), que “cuando lo muestran, cerrada la reja de la capilla, todos los que lo ven y no lo saben, creen que es una escultura”.

Se forma en Sevilla, trabajando regularmente, desde 1626ª 1658, para la clientela hispalense y el mercado americano. Luego, se refugia en Madrid hasta su muerte, empujado por el éxito arrollador del joven Murillo, que le roba prestigio y encargos. Con anterioridad, Zurbarán ya había estado en la Corte, invitado por Velázquez, para participar en la decoración del Salón de Reinos, del palacio del Buen Retiro, donde pintó Los trabajos de Hércules (Museo del Prado, Madrid) y Felipe IV lo nombró “Pintor de Su Majestad”.

Su estilo se movió siempre dentro del naturalismo tenebrista del Caravaggio, con figuras muy plásticas de contorno dibujado y sombras robustas. No obstante, su primera estancia en Madrid le permite conocer las obras venecianas de la colección real, que aclaran su paleta. En la recta final esponjará también sus pinturas por influencia de Murillo. Tuvo un gran taller, con numerosos aprendices y oficiales, sirviéndose para componer los cuadros de grabados alemanes, flamencos e italianos.

Zurbarán va a pasar a la historia como el pintor de los frailes, la vida monástica y la tela de sus hábitos. Realizó grandes ciclos para las órdenes religiosas, que han remozado sus conventos con las remesas de caudales que llegan de Indias, y quieren decorar sus claustros, iglesias y sacristías con programas didácticos y retóricos de sus santos y mártires.

En 1626 trabaja para los dominicos de San Pablo; en 1628 para la Merced Calzada; en 1629 desarrolla cinco episodios de San Buenaventura para el Colegio franciscano del Santo; en 1630 pinta para los jesuitas La visión del Beato Alonso Rodríguez  (Academia San Fernando, Madrid); en 1631 firma la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, destinada al retablo mayor del colegio de la Orden de Predicadores, y así sucesivamente, aumentando su cotización y fama, llega 1638, año en que contrata dos ciclos de absoluta madurez: el de los cartujos gaditanos de Jerez de la Frontera y el de los jerónimos extremeños de Guadalupe.

Para la Cartuja jerezana pinta los cuadros del retablo mayor, con escenas de la Anunciación, Adoración de los Pastores, Epifanía y Circuncisión (Museo, Grenoble), y decora el pasadizo abierto tras el altar con Santos de la Orden (Museo, Cádiz).  En cambio, Guadalupe conserva integro en su emplazamiento original, el deslumbrante conjunto de la Capilla se San Jerónimo y los ocho lienzos de Venerables jerónimos, que tapizan las paredes de su suntuosa Sacristía. La última contribución a la exaltación contrarreformista de las ordenes religiosas data de 1655, cuando pinta para la Sacristía de la Cartuja sevillana la Virgen de Misericordia amparando a los cartujos, San Bruno y el papa Urbano II y El milagro de San Hugo en el refectorio.

Este interés por los ciclos hará que Zurbarán cultive series evangélicas, bíblicas y profanas, integradas por doce y siete personajes, que habitualmente destinaba a su venta en las Indias. Son los doce apóstoles, las doce tribus de Israel, los doce trabajos de Hércules, los doce césares, los siete infantes de Lara, arcángeles, sibilas y quizás, sus obras más conocidas en este campo iconográfico, las santas-mártires, vestidas a la usanza de la época, que han sido seductoramente interpretadas como “retratos a lo divino” de clientas con atributos religiosos. Otros temas que Zurbarán explotó fueron la Santa Faz y el Niño Jesús labrando en la carpintería de Nazaret una cruz o confeccionando una corona de espinas que se clava en un dedo, brotándole un hilillo de sangre, previniéndolo sobre los futuros sucesos de la Pasión, mientras la Virgen lo contempla angustiada.

La humildad y su verídica trascripción del mundo cotidiano quedan sintetizadas en su faceta como bodegonista, ilustrando en sus ordenados fruteros y cacharros de cocina la máxima de Santa Teresa de Jesús: “Dios también se encuentra entre los pucheros”.


  


  


  


 







    1. EL REALISMO BARROCO: VELÁZQUEZ Y MURILLO.



La trinidad del arte barroco europeo fija sus vértices en Roma con Bernini, en Amberes con Rubens y en Madrid con Velázquez. Diego Rodríguez de Silva Velázquez es, además, el genio mas grande del arte español. Fue un supremo retratista, que abarco todos los géneros pictóricos: el cuadro religioso, la fabula mitológica, el bodegón y el paisaje. En sus obras capta la naturaleza, la luz y el movimiento, interpretándolo con equilibrio y serenidad, acorde con su temperamento flemático.

El aprendizaje lo realiza en el taller de Francisco Pacheco, de quien se convertía en yerno al casarse, en 1618, con su hija. El “Sevillano”, como va a ser conocido en la Corte de Felipe IV, marcha a Madrid en 1623 para ocupar la plaza de pintor de cámara. Realiza dos viajes a Italia: el primero, de estudios, en 1629, que le lleva a recorrer Génova, Milán, Venecia, Bolonia, Nápoles y Roma, copiando en el Vaticano a Rafael y a Miguel Ángel, y cuyas experiencias reflejará en La fragua de Vulcano (Museo del Prado, Madrid); veinte años después acude de nuevo con la embajada para comprar estatuas clásicas y pinturas modernas que completaran la colección real. Entonces retrata a su criado moro Juan de Pareja (Metropolitan Museum, Nueva York) y al Pontífice Inocencio X, antiguo nuncio de la de a Santa Sede en Madrid y amigo de la política española, que supera a todos sus retratos anteriores y posteriores en penetración psicológica; cuenta la leyenda que el Papa exclamó al verlo troppo vero! , aludiendo a su excesiva veracidad. Esta segunda estancia en Italia se demoró tres años y hoy sabemos que esta tardanza se debe en parte al nacimiento de un hijo, que bautizó con el nombre de Antonio, tenido con una dama romana, a quien presumiblemente retrató en la preciosa Venus del espejo. A su vuelta, fue nombrado aposentador de Palacio y, poco antes de morir, recibió el hábito de la Orden de Santiago.

Su estilo evoluciona, pudiendo advertirse dos épocas, que coinciden con su etapa sevillana, de juventud y formación, y la posterior madrileña, de absoluta madurez.

El periodo sevillano está impregnado del tenebrismo caravaggiesco. El color es terroso y las figuras presentan contornos muy precisos, que recuerdan en su plasticidad las imágenes escultórica labradas por Martínez Montañés, tan en boga en su ciudad natal, y que Pacheco policromaba en el mismo taller donde Velázquez aprendía.  

Se especializó en interiores de cocinas, con representaciones de almuerzos y conciertos musicales, sobresaliendo la Vieja friendo huevos (National Gallery, Edimburgo) y El aguador de Sevilla. Algunas de estas obras tienen connotaciones religiosas, como Cristo en casa de Marta y María (Londres, National Gallery) y La mulata (Nacional Gallery, Dublín), que está condimentando los alimentos de la Cena de Emaús, recibiendo por ello la catalogación de “bodegones a lo divino”. Los asuntos sacros que entonces pintó pueden resumirse en La Inmaculada y San Juan en Patmos (Nacional Gallery, Londres), que han sido interpretados como un regalo de boda que hizo a su esposa, apareciendo retratado el joven matrimonio bajo la apariencia de la Virgen y el evangelista.



  










 






 




Hacia 1630, tras familiarizarse con las pinturas venecianas de El Escorial y regresar de Italia, se advierte un cambio de rumbo en su estilo, que tímidamente había apuntado ya en Los borrachos (1629; Museo del Prado, Madrid). Velázquez ha descubierto que la luz, aparte de iluminar, le permite también captar el aire interpuesto entre las figuras y los objetos; las formas pierden así precisión, pero los colores ganan en intensidad, comenzando a utilizar una gama de grises plateados, tan típica en su producción madura. Por otro lado, la pincelada va haciéndose fluida y espontánea, lo que lo convierte en un adelantado de la técnica impresionista, como se observa en la pareja de paisajes que reproducen vistas del jardín de la Villa Medici (Museo del Prado, Madrid), pintados al aire libre.


Todas estas experiencias se concretan en la estupenda galería de retratos, que proclaman sus proverbiales dotes para el género. Retrató en varias ocasiones al rey, a la reina y al príncipe Baltasar Carlos, bien de pie, bien a caballo o cazando; hizo lo propio con el primer ministro, el conde-duque de Olivares; efigió a los bufones de la Corte con gran dignidad y simpatía, por encima de sus miserias físicas y de su grotesco papel; y a los artistas, poetas, políticos y militares, como al general Ambrosio de Spínola, a quien inmortalizó en el cuadro de La rendición de Breda o Las lanzas. En torno a 1632 se suelen fechar sus composiciones religiosas, presididas por el Cristo crucificado (Museo del Prado, Madrid), donde homenajea desde la lejanía madrileña a los modelos sevillanos que realizaba su suegro.

La recta final de su vida se salda con dos obras maestras de la pintura universal: La familia de Felipe  IV (1656) y Las hilanderas (1657), conservadas en el Museo del Prado.

La familia del Felipe IV, conocida con el sobrenombre de Las meninas (palabra portuguesa por la que atendían las damas de palacio que acompañaban a las infantas), es un retrato múltiple, localizado en el taller que los pintores de cámara tenían reservado en el Alcázar de Madrid. Todos los personajes están dispuestos frontalmente. En primer plano, Velázquez, a quien siguen las meninas Isabel de Velasco y Agustina Sarmiento flanqueando a la infanta Margarita, la deforme enana Maribárbola, cuya fealdad hace resaltar la belleza de su dueña, y el bufón enano Nicolás Pertusato, que pisa al mastín; detrás, doña Marcela de Ulloa y el mayordomo Diego de Azcoitia; al fondo, en las escaleras, el aposentador don José Nieto; y reflejados en el espejo, los reyes Felipe IV y doña Mariana de Austria, que ocuparían el lugar del espectador, posando como modelos para el lienzo que en ese momento pinta el artista, con el pincel y la paleta en las manos.

En Las hilanderas desarrolla la fábula de Aracne, según la narración contenida en Las metamorfosis, de Ovidio. Velázquez, como ya había hecho en Los borrachos y en La fragua de Vulcano, vuelve a tratar un asunto mitológico como si fuera una escena vulgar de género, desprovista de referencias heroicas y retóricas.


 







 








Bartolomé Esteban Murillo pertenece a la generación siguiente a Velázquez y presenta deferencias biográficas con su paisano. Renuncio a la Corte por “vivir en Sevilla”; tampoco visitó Italia, familiarizándose con el arte flamenco, genovés y veneciano a través de las pinturas colgadas en las iglesias y colecciones hispalenses; no gozó de esa libertad del pintor sin encargos que tuvieron los artistas de cámara, cuyo único trabajo fue retratar al Rey, y hubo de ganarse la vida con a venta de sus obras, al carecer de un sueldo fijo de la Administración.

La muerte se cebó en su familia: huérfano de padre y madre siendo niño, quedó pronto viudo y vio morir a seis de sus nueve hijos. Mitigo la soledad con su afiliación a las hermandades sevillanas y volcándose hacia la enseñanza del dibujo en la Academia del Arte de la Pintura, que fundó en 1660.

La sociedad le recompensó con la fama, aplaudiendo sus creaciones icnográficas: la belleza de sus Purísimas, la ternura de sus Niños Jesús y la delicadeza de sus Maternidades. Su celebridad traspasó las fronteras, merced a la amistad que  entabló con los comerciantes flamencos Josua van Belle y Nicolás Omazur, que le encargaron para su exportación las amables representaciones de pilluelos callejeros: pintura profana, hecha para burgueses.

Los románticos extranjeros dividieron el estilo de Murillo en tres periodos: frío, cálido y vaporoso. Una clasificación, quizás muy rigurosa, pero absolutamente lógica.

El periodo frío corresponde a la etapa juvenil. Deriva de su admiración por Zurbarán y se caracteriza por los fuertes contrastes de luz, la precisión en el dibujo y la pincelada lisa. La serie del claustro chico, del convento de la Casa Grande de San Francisco, de Sevilla, con milagros de la vida de San Diego de Alcalá, firmada en 1646, es muy expresiva de esta etapa. Otras obras de esta fase inicial claroscurista son los cuadros del Museo del Prado, que representan a la Virgen del Rosario con el Niño y a la Sagrada Familia del pajarito, donde el artista “desdramatiza” los sentimientos religiosos, tras la pavorosa epidemia de peste que diezmó, en 1649, la población sevillana.

El periodo cálido se inicia en 1656 con el San Antonio de la catedral hispalense. Murillo, al tiempo que comienza a pintar gigantescos cuadros, incorpora los efectos de contraluz venecianos que le inculca Herrera el Mozo, recién llegado de Italia. El tenebrismo desaparece, la pincelada se hace suelta y el colorido brillante. Pero en la serie de Santa María la Blanca y en los lienzos del retablo mayor de los Capuchinos de Sevilla se inicia ya el glorioso tránsito hacia su espléndido final pictórico.

El periodo vaporoso es el típico de sus últimos años, cuando el color se hace transparente y difuminado. De 1669 son los grandes cuadros para los altares laterales del convento de capuchinos, que completan su intervención en este centro: San Francisco abrazado al Crucificado, La adoración de los pastores y Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna, todos ellos depositados en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Entre 1670 y 1674 pinta, por encargo de don Miguel de Mañara, las siete Obras de Misericordia, de la iglesia de la Santa Claridad, de cuya cofradía hospitalaria Murillo era hermano. En los laterales del presbiterio representa La multiplicación de los panes y los peces y Moisés haciendo brotar el agua de la peña, que aluden a dar de comer al hambriento y de beber al sediento; y en las paredes de la nave El regreso del hijo prodigo (aluden a vestir al desnudo; National Gallery, Washington), Abraham y los tres ángeles (dar posada al peregrino; Ottawa), La curación del paralítico en la piscina probática (atender a los enfermos; National Gallery, Londres), y La liberación de San Pedro (redimir a los cautivos; Ermitage, Leningrado). También ilusitará plásticamente el Discurso de la Caridad, de Mañara, con las pinturas de los dos altares colaterales: San Juan de Dios transportando un enfermo y La reina Santa Isabel curando a los tiñosos, que proclamaban las atenciones que debían dispensarse a los necesitados.

Hasta su fallecimiento, Murillo concentró toda su “gracia” pictórica en las apoteósicas visiones de la Inmaculada, vestida de celeste y blanco, con un trono de ángeles a los pies, y en las representaciones infantiles, que conserva hoy El Prado, de San Juanito y el Niño Jesús: Los niños de la concha, San Juanito con el cordero y El Buen Pastor.

El carácter afable de estos temas piadosos encuentra su correlato en el ámbito profano, con los lienzos de la Pinacoteca de Múnich: Muchachos comiendo empanada, Muchachos comiendo uvas y Muchachos jugando a los dados, cuyas escenas callejeras, carentes de amargura, le convirtieron en un precursor del Rococó.

 

 













 






 





 













 







 

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