lunes, 5 de junio de 2017



Contexto histórico y cultural

El siglo XVII fue por lo general una época de depresión económica, consecuencia de la prolongada expansión del siglo anterior causada principalmente por el descubrimiento de América. Las malas cosechas conllevaron el aumento del precio del trigo y demás productos básicos, con las subsiguientes hambrunas.nota 4 El comercio se estancó, especialmente en el área mediterránea, y solo floreció en Inglaterra y Países Bajos gracias al comercio con Oriente y la creación de grandes compañías comerciales, que sentaron las bases del capitalismo y el auge de la burguesía. La mala situación económica se agravó con las plagas de peste que asolaron Europa a mediados del siglo XVII, que afectaron especialmente a la zona mediterránea.nota 5 Otro factor que generó miseria y pobreza fueron las guerras, provocadas en su mayoría por el enfrentamiento entre católicos y protestantes, como es el caso de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).Todos estos factores provocaron una grave depauperación de la población; en muchos países, el número de pobres y mendigos llegó a alcanzar la cuarta parte de la población.

Por otro lado, el poder hegemónico en Europa basculó de la España imperial a la Francia absolutista, que tras la Paz de Westfalia (1648) y la Paz de los Pirineos (1659) se consolidó como el más poderoso estado del continente, prácticamente indiscutido hasta la ascensión de Inglaterra en el siglo XVIII. Así, la Francia de los Luises y la Roma papal fueron los principales núcleos de la cultura barroca, como centros de poder político y religioso —respectivamente— y centros difusores del absolutismo y el contrarreformismo. España, aunque en decadencia política y económica, tuvo sin embargo un esplendoroso período cultural —el llamado Siglo de Oro— que, aunque marcado por su aspecto religioso de incontrovertible proselitismo contrarreformista, tuvo un acentuado componente popular, y llevó tanto a la literatura como a las artes plásticas a cotas de elevada calidad. En el resto de países donde llegó la cultura barroca (Inglaterra, Alemania, Países Bajos), su implantación fue irregular y con distintos sellos peculiarizados por sus distintivas características nacionales.
El Barroco se forjó en Italia, principalmente en la sede pontificia, Roma, donde el arte fue utilizado como medio propagandístico para la difusión de la doctrina contrarreformista.nota 6 La Reforma protestante sumió a la Iglesia Católica en una profunda crisis durante la primera mitad del siglo XVI, que evidenció tanto la corrupción en numerosos estratos eclesiásticos como la necesidad de una renovación del mensaje y la obra católica, así como de un mayor acercamiento a los fieles. El Concilio de Trento (1545-1563) se celebró para contrarrestar el avance del protestantismo y consolidar el culto católico en los países donde aún prevalecía, sentando las bases del dogma católico (sacerdocio sacramental, celibato, culto a la Virgen y los santos, uso litúrgico del latín) y creando nuevos instrumentos de comunicación y expansión de la fe católica, poniendo especial énfasis en la educación, la predicación y la difusión del mensaje católico, que adquirió un fuerte sello propagandístico —para lo que se creó la Congregación para la Propagación de la Fe—. Este ideario se plasmó en la recién fundada Compañía de Jesús, que mediante la predicación y la enseñanza tuvo una notable y rápida difusión por todo el mundo, frenando el avance del protestantismo y recuperando numerosos territorios para la fe católica (Austria, Baviera, Suiza, Flandes, Polonia). Otro efecto de la Contrarreforma fue la consolidación de la figura del papa, cuyo poder salió reforzado, y que se tradujo en un ambicioso programa de ampliación y renovación urbanística de Roma, especialmente de sus iglesias, con especial énfasis en la Basílica de San Pedro y sus aledaños. La Iglesia fue el mayor comitente artístico de la época, y utilizó el arte como caballo de batalla de la propaganda religiosa, al ser un medio de carácter popular fácilmente accesible e inteligible. El arte fue utilizado como un vehículo de expresión ad maiorem Dei et Ecclesiae gloriam, y papas como Sixto V, Clemente VIII, Paulo V, Gregorio XV, Urbano VIII, Inocencio X y Alejandro VII se convirtieron en grandes mecenas y propiciaron grandes mejoras y construcciones en la ciudad eterna, ya calificada entonces como Roma triumphans, caput mundi («Roma triunfante, cabeza del mundo»).

Culturalmente, el Barroco fue una época de grandes adelantos científicos: William Harvey comprobó la circulación de la sangre; Galileo Galilei perfeccionó el telescopio y afianzó la teoría heliocéntrica establecida el siglo anterior por Copérnico y Kepler; Isaac Newton formuló la teoría de la gravitación universal; Evangelista Torricelli inventó el barómetro. Francis Bacon estableció con su Novum Organum el método experimental como base de la investigación científica, poniendo las bases del empirismo. Por su parte, René Descartes llevó a la filosofía hacia el racionalismo, con su famoso «pienso, luego existo».

Discurso del método (1637), de René Descartes.
Debido a las nuevas teorías heliocéntricas y la consecuente pérdida del sentimiento antropocéntrico propio del hombre renacentista, el hombre del Barroco perdió la fe en el orden y la razón, en la armonía y la proporción; la naturaleza, no reglamentada ni ordenada, sino libre y voluble, misteriosa e inabarcable, pasó a ser una fuente directa de inspiración más conveniente a la mentalidad barroca. Perdiendo la fe en la verdad, todo pasa a ser aparente e ilusorio (Calderón: La vida es sueño); ya no hay nada revelado, por lo que todo debe investigarse y experimentarse. Descartes convirtió la duda en el punto de partida de su sistema filosófico: «considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños» (Discurso del método, 1637). Así, mientras la ciencia se circunscribía a la búsqueda de la verdad, el arte se encaminaba a la expresión de lo imaginario, del ansia de infinito que anhelaba el hombre barroco. De ahí el gusto por los efectos ópticos y los juegos ilusorios, por las construcciones efímeras y el valor de lo transitorio; o el gusto por lo sugestivo y seductor en poesía, por lo maravilloso, sensual y evocador, por los efectos lingüísticos y sintácticos, por la fuerza de la imagen y el poder de la retórica, revitalizados por la reivindicación de autores como Aristóteles o Cicerón.

La cultura barroca era, en definición de José Antonio Maravall, «dirigida» —enfocada en la comunicación—, «masiva» —de carácter popular— y «conservadora» —para mantener el orden establecido—. Cualquier medio de expresión artístico debía ser principalmente didáctico y seductor, debía llegar fácilmente al público y debía entusiasmarle, hacerle comulgar con el mensaje que transmitía, un mensaje puesto al servicio de las instancias del poder —político o religioso—, que era el que sufragaba los costes de producción de las obras artísticas, ya que Iglesia y aristocracia —también incipientemente la burguesía— eran los principales comitentes de artistas y escritores. Si la Iglesia quería transmitir su mensaje contrarreformista, las monarquías absolutas vieron en el arte una forma de magnificar su imagen y mostrar su poder, a través de obras monumentales y pomposas que transmitían una imagen de grandeza y ayudaban a consolidar el poder centralista del monarca, reafirmando su autoridad.

Por ello y pese a la crisis económica, el arte floreció gracias sobre todo al mecenazgo eclesiástico y aristocrático. Las cortes de los estados monárquicos —especialmente los absolutistas— favorecieron el arte como una forma de plasmar la magnificencia de sus reinos, un instrumento propagandístico que daba fe de la grandiosidad del monarca (un ejemplo paradigmático es la construcción de Versalles por Luis XIV). El auge del coleccionismo, que conllevaba la circulación de artistas y obras de arte por todo el continente europeo, condujo al alza del mercado artístico. Algunos de los principales coleccionistas de arte de la época fueron monarcas, como el emperador Rodolfo II, Carlos I de Inglaterra, Felipe IV de España o la reina Cristina de Suecia. Floreció notablemente el mercado artístico, centrado principalmente en el ámbito holandés (Amberes y Ámsterdam) y alemán (Núremberg y Augsburgo). También proliferaron las academias de arte —siguiendo la estela de las surgidas en Italia en el siglo XVI—, como instituciones encargadas de preservar el arte como fenómeno cultural, de reglamentar su estudio y su conservación, y de promocionarlo mediante exposiciones y concursos; las principales academias surgidas en el siglo XVII fueron la Académie Royale d'Art, fundada en París en 1648, y la Akademie der Künste de Berlín (1696)

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