Barroco: un concepto polisémico
El término «barroco» proviene de un vocablo de origen portugués (barrôco), cuyo femenino denominaba a las perlas que tenían alguna deformidad (como en castellano el vocablo «barruecas»). Fue en origen una palabra despectiva que designaba un tipo de arte caprichoso, grandilocuente, excesivamente recargado.1 Así apareció por vez primera en el Dictionnaire de Trévoux (1771), que define «en pintura, un cuadro o una figura de gusto barroco, donde las reglas y las proporciones no son respetadas y todo está representado siguiendo el capricho del artista».4
Otra teoría lo deriva del sustantivo baroco, un silogismo de origen aristotélico proveniente de la filosofía escolástica medieval, que señala una ambigüedad que, basada en un débil contenido lógico, hace confundir lo verdadero con lo falso. Así, esta figura señala un tipo de razonamiento pedante y artificioso, generalmente en tono sarcástico y no exento de polémica. En ese sentido lo aplicó Francesco Milizia en su Dizionario delle belle arti del disegno (1797), donde expresa que «barroco es el superlativo de bizarro, el exceso del ridículo».4
El término «barroco» fue usado a partir del siglo XVIII con un sentido despectivo, para subrayar el exceso de énfasis y abundancia de ornamentación, a diferencia de la racionalidad más clara y sobria de la Ilustración. En ese tiempo, barroco era sinónimo de otros adjetivos como «absurdo» o «grotesco».1 Los pensadores ilustrados vieron en las realizaciones artísticas del siglo anterior una manipulación de los preceptos clasicistas, tan cercanos a su concepto racionalista de la realidad, por lo que sus críticas al arte seiscentista convirtieron el término «barroco» en un concepto peyorativo: en su Dictionnaire d'Architecture (1792), Antoine Chrysostome Quatremère de Quincy define lo barroco como «un matiz de lo extravagante. Es, si se quiere, su refinamiento o si se pudiese decir, su abuso. Lo que la severidad es a la sabiduría del gusto, el barroco lo es a lo extraño, es decir, que es su superlativo. La idea de barroco entraña la del ridículo llevado al exceso».4
Sin embargo, la historiografía del arte tendió posteriormente a revalorizar el concepto de lo barroco y a valorarlo por sus cualidades intrínsecas, al tiempo que empezó a tratar el Barroco como un período específico de la historia de la cultura occidental. El primero en rechazar la acepción negativa del Barroco fue Jacob Burckhardt (Cicerone, 1855), afirmando que «la arquitectura barroca habla el mismo lenguaje del Renacimiento, pero en un dialecto degenerado». Si bien no era una afirmación elogiosa, abrió el camino a estudios más objetivos, como los elaborados por Cornelius Gurlitt (Geschichte des Barockstils in Italien, 1887), August Schmarsow (Barock und Rokoko, 1897), Alois Riegl (Die Entstehung der Barockkunst in Rom, 1908) y Wilhelm Pinder (Deutscher Barock, 1912), que culminaron en la obra de Heinrich Wölfflin (Renaissance und Barock, 1888; Kunstgeschichtliche Grundbegriffe, 1915), el primero que otorgó al Barroco una autonomía estilística propia y diferenciada, señalando sus propiedades y rasgos estilísticos de una forma revalorizada. Posteriormente, Benedetto Croce (Saggi sulla letteratura italiana del Seicento, 1911) efectuó un estudio historicista del Barroco, enmarcándolo en su contexto socio-histórico y cultural, y procurando no emitir ninguna clase de juicios de valor. Sin embargo, en Storia dell'età barocca in Italia (1929) volvió a otorgar un carácter negativo al Barroco, al que calificó de «decadente», justo en una época en que surgieron numerosos tratados que reivindicaban la valía artística del período, como Der Barock als Kunst der Gegenreformation (1921), de Werner Weisbach, Österreichische Barockarchitektur (1930) de Hans Sedlmayr o Art religieux après le Concile de Trente (1932), de Émile Mâle.5
Posteriores estudios han dejado definitivamente asentado el concepto actual de Barroco, con pequeñas salvedades, como la diferenciación efectuada por algunos historiadores entre «barroco» y «barroquismo», siendo el primero la fase clásica, pura y primigenia, del arte del siglo XVII, y el segundo una fase amanerada, recargada y exagerada, que confluiría con el Rococó —en la misma medida que el manierismo sería la fase amanerada del Renacimiento—. En ese sentido, Wilhelm Pinder (Das Problem der Generation in der Kunstgeschichte, 1926) sostiene que estos estilos «generacionales» se suceden sobre la base de la formulación y posterior deformación de unos determinados ideales culturales: así como el manierismo jugó con las formas clásicas de un Renacimiento de corte humanista y clasicista, el barroquismo supone la reformulación en clave formalista del sustrato ideológico barroco, basado principalmente en el absolutismo y el contrarreformismo.6
Por otro lado, frente al Barroco como un determinado período de la historia de la cultura, a principios del siglo XX surgió una segunda acepción, la de «lo barroco» como una fase presente en la evolución de todos los estilos artísticos.nota 1 Ya Nietzsche aseveró que «el estilo barroco surge cada vez que muere un gran arte».7 El primero en otorgar un sentido estético transhistórico al Barroco fue Heinrich Wölfflin (Kunstgeschichtliche Grundbegriffe, 1915), quien estableció un principio general de alternancia entre clasicismo y barroco, que rige la evolución de los estilos artísticos.8
Recogió el testigo Eugenio d'Ors (Lo barroco, 1936), que lo definió como un «eón»,nota 2 una forma transhistórica del arte («lo barroco» frente a «el barroco» como período), una modalidad recurrente a todo lo largo de la historia del arte como oposición a lo clásico.nota 3 Si el clasicismo es un arte racional, masculino, apolíneo, lo barroco es irracional, femenino, dionisíaco. Para d'Ors, «ambas aspiraciones [clasicismo y barroquismo] se complementan. Tiene lugar un estilo de economía y razón, y otro musical y abundante. Uno se siente atraído por las formas estables y pesadas, y el otro por las redondeadas y ascendentes. De uno a otro no hay ni decadencia ni degeneración. Se trata de dos formas de sensibilidad eternas».9